Atisbos
Siempre he creído que los mejores escritores —narradores en este caso— son los que por una u otra razón permanecen en la oscuridad. Que no son proclives a la fama ni mucho menos a los reflectores de la soberbia, pues —ellos lo saben— eso los beneficia porque les permite madurar su trabajo, darle el justo acabado, el punto idóneo para que finalmente vea la luz.
José Antonio Gurrea es un hombre común y corriente, como usted y como yo, como tú y como yo, que suele treparse lo mismo al Metro que al Metrobús, caminar por las calles del centro o de la colonia más alejada, únicamente para embarrarse de la podredumbre humana; de esa pasta de la que todos estamos hechos y que sólo unos cuantos son capaces de sopesar. Para sentir en carne viva —en carne propia, debí decir— el sufrimiento que puebla las almas de los hombres, que en el caso de Gurrea son las de sus personajes protagónicos, porque si algo sienten y viven los seres que habitan las historias que él crea, es el desconsuelo, la incertidumbre, la congoja de estar vivos. Cuentos, por cierto, que no se satisfacen a ellos mismos por el lado de la trama, sino que exigen cada palabra puesta en su lugar, cada signo de puntuación, cada construcción gramatical. El rigor en primer plano. Cuentos colocados tras la trinchera del lenguaje, que en última instancia, no hay otro modo de salvación para el escritor verdadero.
Eusebio Ruvalcaba.