Los ojos de la Luna

Celeste murió esa mañana, sola, como lo había estado siempre en la inútil compañía de los demás. Años atrás le habían dicho: “las mujeres cultas, in­teligentes y sensibles rara vez encuentran a su igual”. Esas palabras no habían sido incidentales, fueron un presagio, una lectura adelantada de su destino.

Celeste encontró a su otra mitad, pero no pudo tenerla con ella. Ese destino del que tanto le habían hablado y que ella se negaba a aceptar, se resistió a perder su línea recta y se enfrentó con ella en una lucha encarnizada sólo para mantenerse in­tacto, sólo para demostrar que la libertad está condicionada a sus caprichos, que la voluntad no existe y que Celeste, al igual que el resto del mundo, tenía que ajustarse a sus pla­nes.